
En medio de los múltiples balances sobre las recientes elecciones en Bolivia y sus implicancias para el Perú, hay una conclusión que se impone con claridad: la principal causa de la derrota del MAS y del proyecto de cambio y el triunfo derechista fue el fratricidio interno, producto de pugnas caudillistas que no solo fragmentaron el voto o lo llevaron a la nada, sino que generaron un autoboicot prolongado a lo largo del gobierno de Arce. Este conflicto interno impidió tomar medidas oportunas para enfrentar la crisis, debilitando al proyecto político desde sus propias entrañas.Además, quedó demostrado que no basta con redistribuir los excedentes de hidrocarburos ni con mantener disciplina fiscal. El modelo boliviano, aunque exitoso durante varios periodos de gobierno, requería una diversificación económica sostenida, con participación tanto pública como privada. Hoy, algunos intentan reescribir la historia negando los logros del modelo, pero lo cierto es que su colapso responde a las razones descritas que mostraron el agotamiento de las fórmulas planteadas y de la necesidad de renovar el proyecto.
¿Y el Perú?
Más allá de las diferencias entre ambos países, lo ocurrido en Bolivia anticipa un escenario preocupante para el Perú: una segunda vuelta dominada por las ultraderechas, ante la incapacidad de las izquierdas de articular una oposición coherente al actual gobierno y de construir una alternativa de cambio. La mirada estrecha y el cortoplacismo han impedido una unidad más amplia entre el reagrupamiento de izquierdas, la socialdemocracia, el liberalismo progresista y el llamado «castillismo».
La fragmentación actual golpea especialmente a las fuerzas de izquierda, nacional-populares y progresistas. En medio de la «candidatitis», se olvida que estamos frente a un régimen mafioso y autoritario, un bloque reaccionario que se ha hecho del control de las instituciones capaz de excluir candidatos de centro e izquierda, bloquear la inscripción de organizaciones políticas y preparar un escenario electoral favorable a las derechas. Esta miopía política revela no solo una crisis de representación, sino una profunda crisis estratégica de las izquierdas.
¿Cómo salir de este laberinto?
No se trata de regodearnos en nuestras desgracias, sino de pensar cómo construir una salida. La apuesta por una insurgencia democrática y electoral sigue vigente. Aunque las elecciones no ofrecen, por sí solas, una solución a la crisis, sí pueden convertirse en un espacio de agitación política, un terreno para profundizar una voluntad destituyente y, al mismo tiempo, empezar a afirmar una voluntad constituyente.
En lugar de persistir en guerras fratricidas, deberíamos estar pensando en cómo articular políticamente y electoralmente nuestras fuerzas, a pesar de las diferencias. Hay opciones, pero requieren audacia y desprendimiento, cualidades que la mediocridad dominante impide vislumbrar. Las desconfianzas entre los distintos sectores son comprensibles y quizás reflejan el agotamiento de un ciclo político en las izquierdas. Sin embargo, también podrían ser el preludio del nacimiento de un nuevo y mejor ciclo.
Es hora de preguntarnos si estamos a la altura de las circunstancias. Derrotar a las mafias reaccionarias y abrir un nuevo momento histórico para el país exige coraje, visión estratégica y voluntad de unidad.